Éphan Zzâna Ilustración I-Acuarela y lapices de colores sobre papel fabriano. |
Se
avecina la guerra, murmuraban las voces que provenían de los túneles de los
topos; las piedras se estremecían. Los temblores anunciaban que la tierra iba a
expurgar las tecnotoxinas que le habían vertido encima. El cielo se había
tornado rojo, como hinchado de sangre. Los aldeanos corrían de los recibidores
de sus casas hacia las carpas del mercado, y de regreso al resguardo de sus
puertas con talismanes para ahuyentar el mal. Deambulaban agitados como
temerosos de que el cielo se derrumbara y rocas de las montañas mitológicas los
aplastaran. Tenían una confianza absurda en que los conjuros de protección
harían rebotar las piedras, las teletransportarían a otro sitio, o que alrededor
de las viviendas se alzaría una capa de invulnerabilidad contra meteoros y
maldiciones de deidades. Cuando los veía apresurarse del centro de la plaza
hacia sus escondrijos, regateando por costumbre —a pesar del miedo— sospeché que su temor provenía de la creencia en
una consciencia, ahora pintada de bermejo, que los observaba con la intención
de ajusticiarlos; por eso mismo, para mí tenía sentido que se sintieran
abrumados en terreno abierto y protegidos bajo la tela de una carpa o los
techos de paja de sus moradas. Había en el pueblo el supuesto de que algo allá
arriba, donde todo se agita, sabía algo de nosotros, de cada uno, que
desconocíamos o manteníamos en secreto; y con esa vaga sospecha, los pobladores
se sentían descubiertos, vigilados. La desnudez a la que estaban expuestos sus
pensamientos y sus actos les engendraba miedo; atravesados y condenados por esa
consciencia furiosa y resentida que no olvida. Estuve pensando. Resonaron
estruendos en lo que parecía un deslave de saetas, y en un torbellino de
relámpagos el pueblo desapareció.
Luis Alfonso Angulo Segura, 1989, Baja California
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