Jamás adiviné cómo romper esa barrera. Tus ojos siempre en la vereda opuesta. Encuentros sin nombre. No quiero hablar de lo terrible del anonimato.
¿Me recuerdas? Revisé aquellas imágenes como a viejas fotos. Para olvidarte corrí hacia el jardín donde mi pasatiempo era mi mundo. De pronto, aquella planta de la que no sé el nombre me deslumbró con capullos tersos, y su insistencia, y una boca que se abrió para mirarme y tú profuso, en algún rincón
del cuerpo.
No pensé que vinieras. Dejé que pasara el tiempo. Escuché pasos y tras llamarte —siempre sin saber tu nombre— te invité a seguirme y dejé la puerta entreabierta.
El vapor nos cubría por completo. Te enredabas y ascendías por mi cintura y crecías en puntos cardinales; tus vértices al norte, tus raíces al sur, tus brotes salieron de mis cuencas y al este de mis axilas, y volvieron al oeste de mi sexo húmedo. “Te he visto siempre, siempre quise hablarte”, te decía porque alguien me había dicho que así te volverías más verde, más fuerte y más hermoso.
Fuiste todo tú. Perfume a hierba mojada. Verde claro, verde más intenso, y todavía más oscuro. El vaivén de las ramas meciéndose. Aire desgajándose en un goce sostenido hasta rendirnos. Tu glande, una rosa de color henchido volviéndose mil esporas. Una gota más, una hoja. Una rama en mi territorio hasta que el tiempo volvió a ser; hasta que te vestiste de hombre sin verbos.
Debo jurar ahora por la memoria del cuerpo. Y debo decir, además, que me niego a hablar de eso.
Celina Salvatierra
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