Había una vez
-comenzó a contar el abuelo- una enorme ciudad en la que se vivía de manera muy
tranquila. Pero, las cosas cambiaron. Esa metrópoli, que en algún momento se
llamó Cuauhnahuac, se transformó en un campo de batalla donde se libraba una
guerra que poco o nada tenía que ver con sus habitantes. La gente vivía con el
miedo como máxima autoridad. Nadie quería salir de su casa…
Mientras el
abuelo narraba el cuento, casi
susurrando, el niño, como siempre que el viejo contaba alguna historia,
escuchaba muy atento, sin perder detalle. Los hombres se empezaron a matar unos
a otros –continuó diciendo el viejo-, los soldados invadieron las calles de
todo el imperio y la antigua Cuauhnahuac
se convirtió en refugio para malhechores. Un día llegaron cientos de
soldados, todos armados , venían por uno de los jefes delincuentes, ¡500
soldados! ¡Imagínate Carlitos! –explicó al niño, mientras lo apretaba en un
abrazo, casi sin darse cuenta, contra su pecho- ¡500 contra unos seis o siete
hombres nada más!, así de absurda era la guerra. – El niño lo vio con los ojos
muy abiertos, se notaba muy asustado- Pero esas eran las órdenes que había dado
el monarca, -siguió contando el abuelo- un hombre poco inteligente y con
enormes sueños de grandeza.
Ese día, la actual
Cuernavaca, había amanecido con la rutina de siempre; con su ajetreo o su
parsimonia, dependiendo de los ojos que la juzguaran.
Era un día de diciembre similar al de cualquier otro año. Ya se preparaban los
festejos, igual que en el resto del país, para conmemorar el centenario y
bicentenario de la revolución e independencia nacional.
"Vestigios de una guerra sin rostro" Javier González |
Don José pasó por su
nieto a la salida de la escuela y lo llevó a dar una vuelta por la Alameda.
Después fueron hasta su departamento para ver un par de películas infantiles
antes de que los papás del niño lo recogieran, ya casi a la hora de dormir. El
cuento que ahora narraba al infante no estaba en los planes del día.
El ataque de los
soldados fue sin cuartel –siguió diciendo el abuelo, con la mirada casi
perdida- los delincuentes que se habían
escondido en una edificación fueron rodeados y acribillados, no tuvieron tiempo
de escabullirse. La desventaja para ellos era inaguantable, aunque también
estaban armados eh; pero los soldados dispararon a matar y en unos cuantos
minutos ya habían ganado esa batalla. -El anciano notó que el niño temblaba, le
pasó una mano sobre el cabello para tranquilizarlo- pero la guerra aún seguiría
por mucho tiempo. Aún hoy, soldados y delincuentes siguen peleando en las
ciudades que han tomado como campos de batalla.- Culminó diciendo el anciano.
De pronto el abuelo
enmudeció, levantó la mirada y se dio cuenta del cese. Salió de debajo del
escritorio en el que se habían escondido al escuchar los primeros tiros.
Extendió la mano derecha al niño para que él también saliera y puso el índice
de la otra mano sobre los labios en señal de silencio. Caminó hasta una
ventana destrozada por las balas y miró
hacia la calle. La ciudad seguía ahí, quieta, muy quieta, parecía que estaba
muerta…
Carlos Morales Cuevas nació
el 14 de agosto de 1984 en Cuernavaca Morelos, México
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