martes, 1 de noviembre de 2011

Padre

Para Alejandro Rosales Juarez, mi padre


La autopista estaba desierta. Las montañas a lo lejos parecían al acecho. Las voces en la radio se ahogaban en estática y, como si fuera poco, sueño y carretera se enredaban peligrosamente; me detuve al lado de la caseta de cobro y caminé a los baños. Entré. Los focos sucios se apagaban y prendían intermitentemente, se desangraban sobre las paredes y sobre un hombre viejo al lado de los lavabos. Su presencia inverosímil me hizo pensar que las largas horas manejando me habían tomado preso; su voz me regresó a la realidad.


-Buenas noches señor, me preguntaba si usted…no se preocupe, vaya, vaya.

Orinar con la espera de un hombre en las espaldas me provocó más frio y desesperación, como si los segundos fueran espinas que se clavaban una tras otra en la misma herida, un viacrucis recalcitrante. Volví a revisar el mensaje de mi madre "Está en coma, necesita a alguien, a su familia. Olvida por un segundo que es tu padre y lo que ha hecho: es un humano que te necesita". En coma. ¿Cómo sería aquello? Una afección lingüísticamente atroz: en coma, no en punto y luego mi vida aparte sin él; no en preterito perfecto de "ha muerto" y luego a seguir, sino en presente simple de "está, pero no está". En coma: en veremos. Fui hacia a los lavabos: ahí seguía el hombre. El aroma del desinfectante era agudo, etílico.

-Señor, necesito hacer una llamada y no tengo cambio…no sé si…

Su voz era desagradable. Le extendí mi celular; se excusó con la cabeza y comenzó a marcar. Temblaba. Luego su voz que arañaba los nervios, llena de palabras dolorosas y familiares. Encendí un cigarrillo.

-Sí, soy yo mujer, soy yo… no vayas a colgar, quiero hablar con mi hijo…sólo un momento… cómo que está en el hospital…claro que me importan, siempre me… !ah¡ es su mujer…ya es padre, ya veo…sí, el tiempo pasa…no me iban a esperar…sí, él será un buen padre, él sí lo será…claro, claro…

Me devolvió el celular y suspiró, el aire tembló de alcohol: no era el desinfectante. Por el teléfono escurría una voz abnegada y llena de fatiga, destruida de largas noches de espera; una voz idéntica a la de mi madre.

Me aleje de ahí dejando su "gracias" en el aire como humo de cigarro, él salió detrás de mí. Subí al auto antes de que la mirada en su rostro estallase en palabras y me pidiera que lo llevara a algún lado que no fuera ése; no podía sentir piedad por aquel hombre: esa noche tenía sólo una dosis de perdón para un alcohólico. La piedad y el arrepentimiento se disfrazaban de neblina y frío y envolvían al hombre, me envolvían a mí. Sueño y carretera seguían siendo uno.


Aldo Rosales



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