martes, 1 de noviembre de 2011

Hope to turn



(Novela, fragmento)


Capítulo I

Ernesto tiene sesenta años, es flaco, aquileño, de pelo entrecano, con profundas ojeras bajo sus ojos cansados y amarillos; siempre viste traje de dos piezas, siempre desaliñado, con la camisa sucia, los codos gastados, con un perpetuo nudo mal hecho en la garganta, los zapatos sin bolear, su ropa toda es invariablemente más grande que él; vive solo en un cuarto de azotea en un edificio de la calle de Paraguay cerca del centro de la ciudad de México, más cerca de la Lagunilla. Todos los días se levanta a la misma hora, cuando aún es oscuro, nunca se queja ni pide diez minutos más, a veces se baña, a veces no, desayuna una taza calientísima de un café amarguísimo sin azúcar sin crema con ron o brandy o vodka o lo que sea que tenga, claro, menos mezcal o tequila.

Sale de su casa y baja las escaleras, llega a la calle decidido, serio, con su portafolio en la mano. Camina con prisa a su trabajo aunque es temprano, siempre por la misma ruta: primero se aleja unas calles, luego dos estaciones en metro, finalmente otras calles hasta llegar a un edificio de gobierno, cruza la puerta y checa su entrada, no saluda a nadie porque nadie lo saluda.

En su oficina, siempre sepultada en papeles que sólo él entiende y a los que se ha dedicado por ocho horas diarias durante treinta años sin fastidio ni resentimiento, se siente conforme. No sale a comer porque casi no come, prefiere salir una hora antes porque las ansias lo obligan temblando, muchas veces sudando frío.

A las cuatro sale de nuevo con prisa a beberse las calles hasta llegar a la planta baja de otro edificio, allí vive una cantina, en ella calma su angustia, su inquieta y fatigada congoja de licor. Se toma dos o tres vasos, después, por fin, come un poco, apenas lo necesario. Se queda sentado, allí tampoco nadie lo saluda, ve pasar a la gente y se pone borracho...

Su borrachera es suave, triste. Se va caminando a casa porque siempre es demasiado tarde, entonces, sin prisa, a bocanadas congela el aire de la casi madrugada. Llega y abre el portón, sube y se tropieza con una pareja que se esconde con las sombras en un rincón del primer piso, él finge que no los encuentra, pero a veces hasta se detiene y sin darse cuenta mira... continúa subiendo hasta su puerta y la abre y la cruza y la cierra y mira dentro y piensa que el fin de semana se dará un tiempo para arreglar su piso, para cambiarle el color a las paredes o reparar la gotera, o lo que sea. Deja sus cosas sobre la mesa que es comedor y escritorio y librero y perchero, aunque no tenga perchas, también, en ocasiones es cama. Prende la radio y discute un poco con la perilla para sintonizar la estación que él quiere. Después, toma el único vaso que tiene, abre el refrigerador y toma un par de hielos, lo único que tiene; se prepara un trago de ron o brandy o vodka, lo único que tiene, se sienta en su mesa y lee la música y canta los libros hasta que el sueño le grita lo tarde que es y lo manda a acostar, a veces reniega y protesta y se queda toda la noche leyendo su berrinche.

Pero esta noche no, no habrá berrinche, pero tampoco cama porque alguien ha escurrido un telegrama por su puerta y él lo ha visto, lo levanta y lo abre y lee: «Madre fallecida. Cremación mañana. Sentido pésame». Y le enfada que nadie lo haya consultado antes, piensa: «¿Quién? !con qué autoridad han decidido que yo tengo tiempo mañana¡», pero se calma pronto y vuelve a pensar: «al menos, parece, todo está dispuesto».

Saca algo de ropa y se da cuenta que no tiene maleta, busca papeles, supone que los necesitará, pero se da cuenta que tampoco tiene, sólo encuentra unas fotos suyas, de la muerta, de su padre y de Clementina; al verlas, de su mente baja un deshielo de recuerdos que le zanja los ojos y le astilla el rostro: llora.

Suena el despertador...

Nika
Seeger

mesa de noche, 1983 (jorge Alfonso)

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Carajo!
¿Hay un segundo capítulo? Tiene que haber una continuación. Es de lo mejor que he leído en mucho tiempo.
Ojalá fuera posible contactar a la escritora.