domingo, 31 de julio de 2011

Cuando llegue

Cuando llegue —si es que llega— le diré hasta de lo que se va a morir, la vejaré. Incluso, si mi árida boca me lo permite, la escupiré, sí señor, directo en el rostro. Puta, mil veces puta”. Prendió otro carrujo —el tercero del día— y esta vez no escupió: se hizo uno con el humo y entró a sus pulmones. Venas, sangre, esputo —el camino era largo y tedioso— y ahí, agazapado a un lado del camino, como una roca que nadie nota, que nadie sabe que existe, estaba ese pedazo de mierda que todos menos él llamaban corazón. Corrió a su exterior —no al del mundo, sino a su propio exterior e inhaló de nuevo. Los muñones le dolían, pero era éste un dolor ya imaginario y fantasmagórico que sólo se mitigaba con dolor real, fuego que con fuego se apaga: se quemó el brazo con el último dejo del carrujo y cerró los ojos, un hombre sin piernas y con un pedazo de mierda por corazón no servía ya ni para pedir limosna y esa puta, su propia puta, lo sabía. Soñaba que lo levantaban por los cielos. No, no era un sueño, era ella quien lo levantaba: otra vez había caído de su silla. Ella lo levantó y le secó las lágrimas; él ya no gobernaba en su propio cuerpo. Se dejó sentar y acomodar por esas manos que, aún después de frotar innumerables penes voraces, sabían confortar y acariciar. Sus ojos se arrojaron dentro de los de ella y ambos quisieron decirse muchas cosas con la mirada pero no pudieron: una espesa capa de miseria se los impedía. Lánguido ya y sin voluntad abrió la boca y como pudo tragó el bolillo que ella, con un gesto que parecía ternura, desmenuzaba en su boca.
Él masticó y ella intentó sonreír, era la complicidad en la prostitución; al recibir en la boca aquel pan él comulgaba del sexo rentado de ella; no, no era un pan, era una verga lo que el tragaba cada noche, justo como ella, los dos para sobrevivir, los dos ya sin saber por qué. “Puta vida, mil veces puta” mascullaba
mientras ella hacía el café. Aquel hombre había jurado gritar puta y lo estaba haciendo, pero no a ella, no podía; las que venden la piel por lujos y cosas banales son putas, las que la rentan por sobrevivir y salvar al ser amado se llaman mujeres. Con la rabia aún entre los labios quiso llorar pero no pudo, más bien lo evitó: ella le había servido café, ese café que siempre estaba salado porque al prepararlo se volteaba hacia la estufa para llorar. Él dio un sorbo y acarició el pelo que cubría aquel rostro al que todo debía: ella se había quedado dormida sentada a la mesa; él sintió ganas de llorar pero se las aguantó: no quería despertarla.

Aldo Rosales



Archivo Río Arriba

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