“fenomenología”. Nunca habíamos pasado por un ataque de pánico, aunque un mes después, paseando por Coyoacán con un Jarocho, me pareció que tuviste uno pensando en el generador de protones y la posibilidad de que haya un bigbang en cualquier segundo.
“Nada que un buen café no calme”, te dije citando esa vez que nos tomamos aquel líquido quemado en Gayosso frente al féretro de mi abuelo. Por cierto, esa frase fue la que me calmó, no el agua de calcetín que había en la cafetera que parecía tanque de gas. Hablando de mal café gratis, cuando huí a casa de tus tíos nos dieron un descafeinado soluble de marca libre; qué asco. Ni comparación con el que bebíamos en prepa para estudiar historia. Le poníamos mucha azúcar a todo, ¿recuerdas? A todo. Lástima que duró poco la dulzura y que una horrible tarde conocí el amargo café exprés: estabas sentado en La Selva, con dos tacitas, con ella, sin mí. Al día siguiente me buscaste, ingerimos litros y litros de amargura por horas y no hubo azúcar suficiente para endulzar la noche. Nada supe de ti hasta aquella ocasión que me encontraste sin casa, tomando café en McDonalds sin saber a dónde huir. Y hoy estabas sentado frente a esa taza pegajosa que delataba que era la tercera del día. Recordé nuestro último encuentro, cuando en lugar de café bebimos vodka. Las palabras etílicas no fueron prudentes, pecamos de conocer demasiado al otro y de empeñarnos en defender nuestra versión del pasado. Lloré, vomitaste y nos lastimamos. Juré que no volvería a verte. Pero hoy por la mañana ahí estabas, solo, con tu cucharita plateada girando y girando en el vaporoso negro. No quedó más que sentarme a tu lado, beber de tu taza y sentir juntos la calma que puede dar un buen trago ardiente, sólo para dejar pasar el tiempo sin darnos cuenta.
Athena Ramírez y Ramírez
Archivo Río Arriba |
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