viernes, 12 de noviembre de 2010

LA FORMA DE LAS ARAÑAS

Estoy soñando, estoy seguro de que esto es un sueño, de la clase de sueños que me trajo aquí, a este terrible y espantoso lugar. Pero no alcanza mi lógica para comprender las imágenes inacabadas, llenas de brillo y peculiaridad que registra mi parámetro visual.

Ahora, en este preciso instante, veo mi rostro pero no como el rostro que ahora llevo, no los ojos con los que ahora escudriño con incompetencia y mediocridad el color que ahora me es opaco, de las hojas e insectos que habitan en el jardín. Recuerdo que en algún momento que por ahora no puedo precisar en el tiempo, me eran negadas las salidas al jardín porque alimentaba con mi sangre a las arañas que encontraba. No me importa dar de comer un poco a quien lo necesita y mucho menos si precisan como alimento mi sangre; después de todo, desde tiempos remotos, he perdido la importancia y cuidado que antes tenía de mi aspecto. Pero basta de cavilar en recuerdos innecesarios.

Aquel rostro que veo, si, es el mío cuando me encontraba en plenitud, cuando mis ojos no eran opacos y todo era claro, artístico, bello y colorido para mis ojos y mi piel tersa que de alguna manera sentía y sabía que el viento encontraba placer en acariciarlo con gran meticulosidad; y el sol me hacía lucir extasiado de gracia cuando sus rayos alumbraban mis facciones y hacían sombras hermosas y delicadas en mi rostro.

—¿Qué hace el señor Q?

—Sentado, ya sabes, moviendo los labios, repitiendo para sí la desgracia de tener más de sesenta.

—¿Aún cree estar dormido con los parpados abiertos?

—Si aún no es lunes.

—Necesitare otra muestra de sangre.

Cuando ambas enfermeras abrieron la puerta, el señor Q se encontraba sentado en su silla, mirándolas. Había recuperado el brillo en sus ojos: uno verdaderamente tenía que estar ciego para no poder apreciar el contraste juvenil y bello de aquel brillo ocular, y las grietas que su piel veterana dibujaron en su rostro. Si, el señor Q tenía ríos de una tristeza desesperada corriendo como riachuelos por aquellas grietas faciales que minutos antes lucían con una aridez infinita. El señor Q solamente reflexionó la situación y le bastó con decir que en un pozo sin agua nadie podía ahogarse.

Jair Dominguez Hermoso

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