En aquella época sin
esperanzas en que los dioses se hubieron marcharon de la faz de la tierra, y
las personas terminaron por perder todo vestigio de su presencia, un hombre
llegó hasta el océano oriental en busca de Tezcatlipoca; cuando se detuvo frente al mar, sobre la aridez de la costa, el
dios apareció transformado en tres figuras que flotaban sobre las olas, entonces el
dios habló y le dijo: “Acércate amigo mío. Deseo que penetres en la casa del Sol y
consigas cantantes e instrumentos para que mi recuerdo sea celebrado con
música. Has de llamar a mis tres sobrinas: la ballena, la tortuga marina y el
manatí, para que tiendan un puente sobre el agua hacia los aposentos solares”.
Obedeciendo
al dios, aquel hombre llamó a los animales y caminando sobre el océano llegó al
hogar del Sol; mientras se acercaba pudo observar al astro, rodeado de músicos que lo
festejaban. Estaban
vestidos de túnicas blancas, rojas, amarillas y verdes; tocando tambores hechos de madera y de piel.
Al momento el Sol percibió la presencia del extranjero y les advirtió a sus
músicos: “Aquel hombre es un ladrón, no respondan a su llamado, porque quien lo
haga tendrá que marcharse con él”. Sucedió entonces que, sin penetrar en las estancias celestes, el hombre
alzó la voz para entonar una hermosa canción que sedujo a todos; al oírla los
corazones de los músicos se hincharon de alegría y al terminar la canción
ninguno de ellos pudo resistirse, levantaron entonces su hermosos tambores y, sin dejar de
tocar, marcharon
tras de sus huellas, cruzando el océano imperecedero.
Desde aquel
tiempo los hombres aprendieron a celebrar y cantar canciones en honor a sus
deidades, y algunos creen que al escuchar la música los dioses descienden del
cielo para cantar con la gente y unirse a sus danzas.
Adrián Leverkühn
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