viernes, 29 de junio de 2012

Este-Oeste (Fragmento)


Pereza en el negro de las celosías. Murmullo de gente. Persianas como párpados de calles sinuosas. Arriba, en una terraza junto a su ropa tendida y seca, una mujer joven de cejas adustas fumaba, ajena a mi presencia al pasar, pues miraba el sol perpendicular de la tarde que caía desde un cielo casi azul.
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Foto: Virginioa Piña
El tiempo se aferraba a las fachadas de los edificios multifamiliares mientras que, en el bar ajado y oloroso de la esquina, se agitaban algunas personas parecidas a las piezas, ligeramente entremezcladas y sueltas, de un mecanismo fragilísimo y mudo. Me sequé el sudor: «una cerveza será la solución a mis calores». Llegué hasta la puerta pero no entré. Salió un hombre moreno que miraba sólo hacia el norte aunque cambiaba de dirección con un pertinaz zigzag. Extrañado, lo seguí de cerca; dobló repentinamente la esquina y tropecé con dos viejos; pedí disculpas pero no escucharon y se alejaron, sin inmutarse, hablando la incorruptible lengua de su infancia durante una charla pausada, pastosa, sin dientes. La luz había cambiado poco; la sequedad del aire remarcaba los visos anaranjados de la tarde. Llegué a una plaza triangular donde todos andaban como extirpados del contexto. Me senté para observarlos, noté a tres personas que habían permanecido mudas, inmersas en su monólogo interior; lo sé, sin más, tanto como estoy seguro de haber visto a esas dos señoras en Quito; aquéllos se reúnen como un grupo más de emigrados llegados a Sudamérica, boina en testa. Los siento cercanos porque parecen haber degustado el polvo de una arquitectura ostentosa y antigua, o por haberse deleitado escuchando el eco en una tradicional calle de puerto mediterráneo antiguo y casi mítico. Su viaje empezó, como el mío, con un solo paso y el deseo de abandonarse. Unas horas más tarde, hacía menos calor y el sol de la tarde comenzaba a disolverse. Recorreré, pues, como ellos este barrio perdido de Madrid: lugar exacto y reducido para experimentar el exilio más tranquilamente.



Alfredo Balanescu

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