viernes, 6 de agosto de 2010

INTERFERENCIA

Una vibración incierta, un temblor inorgánico a la altura del vientre y luego una melodía bien conocida por ella pero venida de otro mundo, de un universo magnético e impalpable, un mundo de sombras de estática.

-¿Bueno? Ya casi llego, vengo aquí en Polanco, llego como en…

Pero del otro lado de esa soga invisible que los unió por un momento antes de la interferencia él no pudo escuchar nada más. Siempre la maldita interferencia, ese caos ininteligible: sonaba a rasguños, a carne abierta y a bolsas de plástico llenas de órganos que luego alguien sacudía; sonaba a ropas desgarradas y a gritos ahogados por sucias manos de piedra. Sonaba también a trozos de plástico que caen al piso y a cierres oxidados que subían o bajaban; sonaba a locura y a desesperación, a voces roncas y furtivas, a sollozos llenos de saliva y sangre; sonaba también como una feroz lucha, como un festín de animales metálicos devorando a una indefensa criatura; sonaba a una cópula voraz a la distancia, sonaba a una víctima delirando: luego, por un fugaz segundo, sonó como a su nombre pronunciado entre una mordaza de carne. La maldita interferencia.

“…yo lo vi cuando subió comadre, no es que alguien me lo haya contado, es que yo lo vi. Y mire lo que son las cosas, diez minutos después subimos y el muchacho ahí colgado de la viga; eso es lo que tarda a uno en llegarle la muerte: diez minutos…”

Trozos de pláticas ajenas, retazos de anuncios y de niños desaparecidos, silbidos fugaces y luego un último trozo del vagón que se iba era lo único que lograba rebasar de vez en vez la muralla de su desesperación. “¿Cuánto tiempo es de Polanco a Mixcoac?” Diez minutos cuando mucho, no la media hora que llevaba esperándola ahí como un imbécil. No media hora; y ya venía en Polanco según ella, pero la maldita interferencia…

Las paredes del metro transpiraban soledad y él dando vueltas como un desesperado a lo largo del túnel, maldiciendo todo. Nuevos trozos de conversaciones y jirones de información se colaban por las ventanas de sus sentidos, pero él sólo pensaba en la tardanza. Luego, como un muchacho atrevido que se mete en la fila, un anuncio le degolló las retinas “Tu compañía celular elimina la interferencia hasta en el metro para que tú hables con los que más quieres, ¿quién te da más?”

El metro ya casi cerraba y él tembló al recordar la conversación de las mujeres que por un segundo pasaron a su lado, sí, ellas sabían cuánto tardaba en llegarle la muerte a alguien, pero no sabían a lo que sonaba: sonaba a rasguños, a carne abierta y a bolsas de plástico llenas de órganos…




 
Aldo Rosales




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