II
Leonel, acordeonista del mundo
Huyendo
del frío que rayó por momentos en hojuelas de nieve, camino titiritando por la
calle Puentezuela. Solitario, en la
esquina de la Placeta de Nuestro Padre Jesús del Rescate, toca un acordeonista
cierta melodía francesa, sin un alma que se pare a escucharlo. Paso a su lado y sigo de largo tres o cuatro
pasos, pero entonces una voz interna me detiene: ¡escúchalo un momento¡
¡Acompáñalo!
Me
recargo en la pared de la iglesia para protegerme un poquito del frío, sacando
apenas los ojos de la capucha para verlo.
¡Es la felicidad risueña mientras toca!
¡Es todo paz y gozo!
Sus
manos acarician un acordeón Hohner de antaño con teclas de marfil, que le
responde alegre a sus cambios de ritmo, a sus agitados tangos y a sus
acompasados valses.
Magda Gárate Cabrera
"Obstinato" dibujo a tinta china
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Estamos
solos en la calle vacía. Toma un
descanso para platicarme en su castellano de principiante, que en esta ciudad
es raro que la gente se detenga a escuchar a quien no toque flamenco. Se siente más confortable hablando en francés
y ahora dice que no le importa tanto regresar con poco dinero a su casa, como
volver con el profundo dolor en el corazón cuando nadie se ha dado unos momentos para escucharlo. Pregunta con extrema dulzura: ¿Por qué no
amar la música, toda la música? ¡Debemos ser cultos y disfrutar todos los
géneros!
Leonel
se llama este músico búlgaro que derrocha pasión, papá de una niña que lo
espera a comer -a lo que ahora es para mí- una tibia tardecita de domingo.
III.
Una
acordeonista en Tel Aviv
Caminando por la calle Allenby oigo entre los
caminantes un valsecito nostálgico que me obliga a parar y acercarme a quien lo
toca. Sobre la banqueta,
recargada en la pared de un local abandonado, una anciana interpreta con
mirada perdida una canción que revela su profunda pesadumbre. Apenas termina la pieza le pregunto en ruso
de dónde es, pues me ha parecido su tonada de algún país de la ex Unión
Soviética. Me mira a los ojos y con
cierto gusto por hablar en una lengua familiar, contesta que es de Ucrania.
Le pregunto por su familia. “Sólo me queda mi hija y mi nieto”,
contesta. Lleva ya siete años en
Israel. Le pido una canción de su pueblo
natal. “Hay muchas”, responde, y se
acomoda para ejecutar la que viene a su mente.
Mientras hace cantar al acordeón, observo a su lado sobre el suelo, la
tapa de cartón en que recibe las monedas de los paseantes, del otro, el
carrito de ruedas en que seguramente carga su acordeón y la silla en que se
sienta a sus setenta y tantos años.
No le queda voz para cantar a esta edad. Su mejor desempeño está en sus dedos, brazos
y en el diálogo interno de su corazón-acordeón, que tanto me ha conmovido. Me regala otras piezas y de paso, empieza a
sonreír contestando mis inocentes preguntas sobre su vida.
Bella sigue siendo esta anciana de ojos esmeralda y
mirada perdida, en su soledad de inmigrante, ante el sonoro bullicio de los
jóvenes que dan vida a Tel Aviv.
Miguel Ángel Izquierdo Sánchez
Dos de estos textos han sido publicados en Una acordeonista y
Leonel..., 2012, Morelos, México.
El primer
será publicado en la Gaceta Río Arriba bajo el tema de música del número
julio-agosto.
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