I
Con su cuerpo de archipiélago, se halla,
roto, fragmentado, no por herido.
Dorsal oceánico. Mar contiguo.
Japón geográfico. Pequeña talla.
Donde la voz de samurái estalla
y se pronuncia, con todo su esgrima.
Aunque riñendo, de su tierra estima
el imperio que dio a todos los años:
lid, comida, protección y daños.
Ya sucede el néctar de guerra viva.
II
Bajo el viejo guardián Fujiyama
gordos con taparrabos se enemistan
en un círculo que descentraliza
a Tekemikazuchi, dios que llama
a Takeminakata dios sin calma
para apropiarse las islas ya juntas:
Disponen su peso graso en sus puntas
y al estar sus dos manos en el suelo
comienza la contienda, el grande duelo:
Pasatiempo de una guerra presunta.
III
Con sus cuerpos blandos, de sal erguida,
imitan movimientos del Sakura,
los gimnastas maleables que en su altura,
son el viento, naturaleza fluída.
Escoltan de vuelta en vuelta seguida
a la sangre diligente que es su humor:
levantado y teñido, carmín rubor.
Exacto ritmo, severo de meneo
siempre al sol, siempre naciente de jaleo
imperecederamente, su sudor.
Eduardo Ureta
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